Ensayo crítico de Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez.
En la historia intelectual de América Latina nunca los latinoamericanos se habían visto a sí mismos. La literatura del siglo
XIX siempre se escribió bajo parámetros europeizantes, como lo pudimos desde las cartas de relación de los conquistadores, hasta los libros de viajeros o las primeras novelas, basadas en el modelo romántico, o las letras criollas que buscaban un pasado clásico en los pueblos prehispánicos.
Incluso
Jorge Luis Borges –pionero en la visión de Latinoamérica por sí misma– veía a Argentina como un inglés que extraña la Patria Chica. Sólo estos jóvenes de mediados de siglo que –como afirma Monsiváis– vieron en la Revolución Cubana una esperanza de relucir al mundo, hicieron una simbiosis de la escritura en lengua española –dañada severamente por la dictadura franquista– y la que parecía ser una insípida literatura local –con excepciones considerables como el propio Borges, Pablo Neruda, Alejo Carpentier, Oliverio Girondo, entre muchos otros– para darle sentido a una nueva concepción de sí mismos; permeados, obviamente por la visión que por muchos años ha tenido Europa de América, como una Tierra Prometida, un Edén y a la vez como la corrosiva isla que pervierte al más puritano.
Ambas
visiones están claras en la novela esencial del llamado Realismo Mágico, Oximoron utilizado para explicar está literatura razonablemente contradictoria pero atrayente por su irrealidad. Al leer Cien Años de Soledad uno no cree mucho de lo que refiere, pero la veracidad con que lo dice hace que uno dude de su propia razón, antes del suceso descrito; esa cualidad literaria queda ejemplificada en la elevación de Remedios la Bella, aquella hermosa mujer que mataba de amor, como creía Colón que eran las “Putillas” de su carta de viaje. García Márquez nos cuenta cómo se creó un distanciamiento entre ella y su último pretendiente:
Era tal el poder de su presencia, que desde la primera vez que se le vio en la iglesia todo el mundo dio por sentado que entre él y Remedios, la bella, se había establecido un duelo callado y tenso, un pacto secreto, un desafío irrevocable cuya culminación no podía ser solamente el amor sino también la muerte.[i]
Las palabras que dijo el Coronel Aureliano Buendía dan muestra de lo que se cree de Las latinas: “«No pierda más el tiempo -le dijo una noche-. Las mujeres de esta casa son peores que las mulas.»” Y como el caballero no entendía, “el coronel Aureliano Buendía lo amenazó con curarle la aflicción a pistoletazos”.
Sin embargo “Faltaba todavía una víctima para que los forasteros, y muchos de los antiguos habitantes de Macondo, dieran crédito a la leyenda de que Remedios Buendía no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal.”[ii] Y como mujer deseada, es ascendida al cielo como una virgen.
Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuan-do Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.
[…] Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerinas y trató de agarrar-se de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.[iii]
Este fragmento lo transcribo completo por la delicadeza en el lenguaje que presenta el autor.
Remedios es entonces el símbolo de la mujer perturbadora, la come-hombres, todo esto, sin si-quiera proponérselo. La ingenuidad de Reme-dios muestra otra versión de la visión que se tiene de Latinoamérica: José Arcadio, el patriarca, se vuelve loco ante tanto conocimiento, y ante tanta sorpresa, pero también, ante la ambición. Los gitanos son nuevos conquistado-res que cambian sus espejitos por oro, –casi literalmente– con espejos de agua, como los del sueño de José Arcadio, hasta que Melquiades, el gitano mayor, decide establecerse para
siempre en este pueblo inhóspito hasta el final, cuando nadie lo recuerde, cuando ya no sea inmortal. Como afirmara Jorge Luis Borges –Melquiades y sus espejos– en El Inmortal:
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.
Melquiades es ese
hombre que
escribe la
historia, el
reflejo de
otro tiempo, el Nostradamus,
el profeta, que sabe en
qué terminara Macondo.
¿Dónde está Macondo?, pregunté en el título. Está en toda
Latinoamérica, en
cada pueblo que explotado por
industrias bananeras, por la represión, por la muerte y la corrosión. En América Latina, la naturaleza vuelve a cobrar fuerza sobre la necesidad de construir, destruyendo lo
preexistente, lo
artificial.
Latinoamérica “la ciudad de los espejos (o los espejismos)” que
“sería arrasada por el viento y desterrada de
la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de
descifrar los
pergaminos,” escritos por Melquiades mucho
tiempo atrás.
Parecería que Márquez trata de decirnos que hay una historia preescrita que debemos descifrar, con el riesgo de perecer en el intento, y que culmina con una frase que hace dos años bien pudimos utilizar: “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”
Cabe señalar, como conclusión, que García Márquez ha reconocido cierta influencia de El Laberinto de la Soledad de Octavio Paz, aquella obra en la que éste último analiza la historia de México, país en el que García Márquez escribió Cien Años… que estamos analizando. Cabe entonces seguirnos preguntando: ¿Dónde está Macondo?
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