Ante las
párvulas partículas de un Möebius grácil,
del nefando y diáfano piélago de la
inmortalidad.
Ante las consignas endebles de un laxo
pacto lábil,
ante el túmulo ígneo del émulo feral.
yergue se el
vate, el trovador, el poeta, el bardo, el rapsoda o el juglar
ataviando con palabras el reclamo frugal
al crúor derramado, al orgullo
casquivano
que atraído por la gárrula arenga
de un exiguo
asesino, ignícola y temido
furente por lo ingente que aspira a ser.
Quiere destruir los lindes, impeliendo a
sus febriles
mercenarios a someter al orbe ignaro
de sus
indómitos e inefables planes, de su ánimo inestable
de retruécanos confusos para hacer que
sus insulsos manes;
infestos de una furia irrefragable, no
dejen piedra sobre piedra
a las pertenencias
de sus
patéticos rivales, y en medio de éstos yacen
como siempre los civiles, lidiando
con las pestes
de una urbe entorpecida por las lerdas
milicias,
atrincheradas entre ruinas parecidas a
lo que un día
fue un foro,
un parque, un teatro; cualquier sitio recreativo
que la afrenta ha convertido en un
desierto desolado
cuyos restos testimonio son del odio del
demonio
que atormenta cada noche la inerme
memoria
de la Historia
humana de la mente putrefacta
que ha considerado que la poesía
es un juego de maricas que practican con
palabras
que ellos mismos en su vida entenderían
Es por eso
que el poeta, muere cada cierto tiempo
condenado a ser suicida, o enfermo de
verdad
la verdad, malestar incurable
sufrimiento deleznable para aquel que es
un imbécil y necio gobernante
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