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martes, 24 de enero de 2012

[Náyade]

“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos […]
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.“

Pablo Neruda, Poema XX


La encontré en la esquina de 5 de Mayo y Monte de Piedad. Estaba tan linda como cuando la conocí, sólo que en ese entonces no apreciaba su hermosura exótica como ahora que ya no está a mi lado. Fue algo extraño, yo caminando y ella ahí, con su oei cruzando la misma calle que yo, a contraflujo; confirmé en ese momento lo que Artemisa me dijo meses antes: “ella ya hasta se juntó y tú ahí sigues sufriendo por ella”. Desde luego yo le respondí que ya no me importaba, que era una más, que estaba seguro de que un día de estos, cuando menos lo esperara, me encontraría una mujer mejor que ella. Artemisa sólo rió, me irrita que se burle de mi situación, no nada más porque hace mofa de mi soledad, sino quizá porque es verdad lo que afirma, sigo sufriendo por ella. ¿Por qué diablos una mujer tan lejana de los estándares de belleza me atrajo tanto al grado de permitirme caer en los más profundos conflictos con mis demonios internos, de buscar un modo tan infame para olvidarme de ella?

La conocí una tarde en el colegio, justo en mi último año de estudios en ese lugar. Llegué a tomar mi clase de las seis en ese salón del fondo que estaba tan cerca de la salida que podíamos ver cuando las antagónicas filas de aquellos grupos de choque de derecha e izquierda se enfrentaban.

–Hola –dijo mostrándome esa sonrisa peculiar que usaba en momentos vergonzosos, la misma que utilizó esta mañana al cruzar la calle y verme ahí, como a un muerto.
– Qué tranza – contesté como es costumbre en mí hacerlo cuando saludo.
– me llamó Náyade.
–Órale, ¡que interesante nombre! –dije con un tono un tanto sarcástico.
Ella sólo contestó con la misma mueca que la caracterizaba.
– ¿A poco tocas la guitarra? – Preguntó al mirar el estuche tras mi espalda.
– No, sólo la traigo para farolear, cuando no tengo nada más que hacer.

Tal vez mi comentario no sería tomado a mal y yo podría seguir divirtiéndome con sus preguntas tan sosas y simplonas. Igual y un día de estos la invitaba a un toquín, –pensé– nos diéramos un toquín , aplicara la misión, ahí me la ligara y la volviera mi groupy oficial, por contradictorio que les parezca a los conocedores.

Mientras fantaseaba con esos quiméricos ensueños de músico de rock en formación, llegó Lizzy; una chica con quien acabada de tener la clase anterior aunque no me atreví a dirigirle la palabra, a pesar de que ambos sabíamos nuestros nombres. Una ocasión entramos al mismo curso de canto, ella porque quería y a mí porque me obligó mi banda pues decían que era venerable en Beethoven el hecho de que haya compuesto una obra casi completamente sordo, pero no era igual ver a un vocalista medio sordo, como lo era yo, berrear y ni siquiera aproximarse a las notas de las canciones y aun así ser el compositor de las letras. En ese lugar en el que entramos a aprender a cantar nos conocimos de vista, pero nunca nos presentamos formalmente, yo me salí de esa clase en cuanto nos dijeron que iban a cobrar y no nos volvimos a ver, hasta esta nueva ocasión en la que nos reencontrábamos en la clase de filosofía. Tal vez por que nunca he sido una persona muy segura de si misma y, por paradójico que suene, no sé –ni me importa– lo que las otras personas piensen de mí, decidí mantenerme alejado de ese par. Se saludaron por sus nombres, lo cual me hizo suponer que se conocían y justo en el momento en el que emprendía la graciosa huída, Lizzy me miró y me preguntó:

– ¿Tú no eres el que estaba frente a mí, interrumpiendo en la clase del profe Rafael?
– Tal vez, a no ser que haya sido mi gemelo maldito que entró en mi lugar mientras yo me hallaba amordazado en un baño hasta que algún conserje me sacó de ahí y pude desquitarme, o puede ser también que yo sea ese alter ego perverso y mi otro yo siga atado en algún lugar por ahí hasta que alguien lo encuentre.

Justo cuando esperaba recibir un “no mames” como respuesta, ambas rieron y me miraron como al freak que siempre ameniza –y amenaza– las conversaciones con sus absurdas interrupciones. Aunque en ocasiones era visto como un payaso, la mayoría de la gente veía en mí alguna seguridad, que en lo personal no creo tener, y que en ese entonces me hacía parecer como un loco más de esos que te encuentras en CCH y sabes que no pierdes nada al conocerlos. Lizzy y Náyade entraron al salón y me invitaron a pasar y sentarme junto a ellas. Como todavía no llegaba el profesor, siguieron platicando de cosas que yo desconocía –y en lo particular no quería conocer– sobre los años anteriores en los que convivieron –y con-bebieron– en el colegio.

Unas semanas después de esa fatídica experiencia, luego de conocerlas más profundamente y darme cuenta de que eran buenas chicas, decidí aproximarme más seriamente a Náyade. Empecé a descubrir virtudes en ella que me eran extrañas en un principio, afinidades que no con cualquiera tenía, discusiones profundísimas sobre temas sumamente triviales y, después de ese primer beso que, debo confesar, me llevó a una muerte efímera, pero elevada, en un estertor de placer cercano al éxtasis, descubrí a la mujer que tanto buscaba, a la Elisa de mis sueños –ya lo sé, suena cursi, pero eso era, quiero apegarme lo más que se pueda a la realidad.

Aun cuando no andábamos, esos fajes eran desgastantes pero sustanciosos, exquisitos, primorosos; de ese modo llegamos a la conclusión de que no tenía caso echar a perder todo lo bueno de esta amista v-i-p con compromisos sin importancia. Y aunque mis sábados y domingos estaban destinados a ensayar con la FunkyFuria (en ese entonces mi banda), empecé a dejarlos tumbados con los eventos por irme a dar el rol por Tlatelo, la Condechi, Micky Angelo de Quépedo y otros lugares por todo el defectuoso que fueron testigos de nuestro desborde de pasión desenfrenada, por decirlo de algún modo.

Pasaron los meses y poco antes de acabar el último semestre ella empezó a portarse más rara de lo normal, se alejó y yo presentí el impostergable rompimiento, con todo y cornamenta de por medio; pero no, en lugar de eso los encuentros ocasionales incrementaron al grado de estar a punto de abandonar toda relación social que no estuviese vinculada con ella. El mismo día en que me fue entregada la constancia que acreditaba mi egreso indiscutible de aquel lugar de vicios y virtudes, de juicios y perjuicios, de grandilocuentes discursos y tocadas pacheconas; ella recibió la terrible noticia del truene irremediable de la materia más repugnante de aquel nefasto curso y la consecuente pérdida de toda esperanza de salir ese mismo año de la escuela. Eso quebró aún más la fragmentada relación al grado de decidir darnos un tiempo, –¿de qué?, ¿quién sabe? pues como lo referí líneas arriba, no teníamos nada que nos atara mutuamente– y esperar que se arreglaran las cosas.

La quise mucho, tanto que llegué a nombrarla manager de mi nueva banda, Gernika Sound System, misma con la que, después de varias semanas de ensayo, volvería con otros compañeros de trinchera a tocar. Estábamos listos para volver a los escenarios, con una alineación legendaria, a nuestro contexto: El trueques, bajista reconocido en el bajo mundo de los reggaeceros por sus maniobras con su instrumento en pleno concierto, experto en slap´s y que se retiró luego de estrellarle una botella en la cabeza a su baterista por “diferencias creativas”. El Nacho, guitarro que se especializaba en hacer cover’s a las bandas ochenteras, el cual después de volverse según él mormón no quería tocar en ningún concierto de esos mundanos, decía, y que cedió sólo después de que le prometimos chelas gratis en los toquines (no cabe duda que es verdad que la costumbre es más fuerte que el mormón). Pedro, un cuate de la secu que encontré una tarde en el tianguis y que después de unas guamas quedó de tocar unas rolas con lira. Tal vez era el más zafado de todos los Gernikas, pero eso no importaba, era la bandota y todo un espectáculo sobre el escenario. El maruchan en la batería garantizaba los ritmos más pachecos que podrían ocurrírsenos; además de ser el productor de nuestro próximo demo, contábamos con la seguridad de que no sería lesionado por el trueques, por ser ambos cuates muy entrañables. En los coros estaba nada más y nada menos que Lizzy con todo y su voz Fermatosa. Y yo en los sintetizadores y la voz. Nuestra reaparición se llevaría a cabo en La iglesia abandonada de Sta. Bárbara, el mismo lugar donde varios de nosotros (el trueques, Nacho y yo) nos habíamos retirado después de una guerra de bandas organizada por el Partido Obrero y el cual sólo sirvió para hacerle propaganda a su candidato y sacarnos una buena lana vía boletos y chelas. Era un regreso por todos esperado, y las entradas no tardaron en venderse entre cuates, familia y hasta desconocidos que habían oído de nosotros en nuestras antiguas bandas. Además de que el cartel se completaba con los Gang Bang Band, Gama3.24, (que tenía más nombre de estación de radio que de banda de electro rock) y los No paro en Lechería, una banda consagrada por sus letras sardónicas, retruécanos y juegos de palabras en sus rolas, además de los títulos monumentales de las mismas.

Esa noche en nuestro nuevo hoyo funky (valga la anacronía) esperábamos volver como los grandes, ahí estaba mi banda, mi chica –que después de una fantástica reconciliación, volvía a las andadas– y mi primo en el negocio de las chelas, surtiéndome como era debido del whisky adulterado que tenía a la mano, ¿Qué más podía pedir?

Los Gama hicieron sonar sus sintes y toda la gente se prendió. Tras una hora de pura sabrosura, la gente quedó ad hoc para que la Gang Bang Band tocara sus éxitos más aclamados: un ratito a tu lado y pásame esas cuatro, entre otras. Después de la GBB (por sus siglas en inglés), los No paro iniciaron con quiero remojar mi churro en tu chocolate y Quisiera que Cat Power me corriera el pussycat. Aquello era todo un sacrilegio, pero nos importaba un reverendo rábano y así nos dieron la pauta para empezar con Apocalipstick y seguirle con todas las rolas que vendrían en el En mi cuarto me encue[nt]ro…

Tocada memorable, la gente se fue hasta que los vecinos llamaron a la patrulla y ésta tuvo que desalojar la ex-iglesia. Para festejar, el Nacho se discutió en su depa unos pomos de importación y unos habanos del OCSO. Todo estaba tan bien hasta que vino a mi memoria, casi como una epifanía, la noción de estar solo; pues Lizzy se había ido con Juan (su novio) hace un buen rato. Y Náyade, ¿Con quién salió de la fiesta? La busqué y le marqué a su celular pero jamás apareció, varios días después le llamé a su casa y nadie me respondió (recuerdo que tenían identificador de llamadas así que tal vez ya no quería ni verme), de modo que me fui haciendo a la idea de que había perdido todo lo que en un año me costó ganar.

Así es como hoy que la encuentro, me pregunto en qué pensó cuando me vio de nuevo, si a ese idiota le platicó sobre lo nuestro, si la sonrisa nerviosa es porque pensó nunca volverme a ver o simplemente le sorprende el sitio en el que es casi imposible un reencuentro así. Y en estos momentos en los que creo que debo ser sincero; no puedo negar que sufro por ella, tal vez más que por ninguna otra, y es que después de la presentación, la muy culera se fue con todo el dinero de las entradas y jamás la volvimos a ver hasta hoy que la encuentro con otro cabrón gastándose mi feria.

Esta obra es producto de la imaginación del autor, cualquier semejanza con la realidad, es por que usted es muy fijado.

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